Desde 1995, cuando se promulgó la Declaración de Beijing para promover
la igualdad, el desarrollo y la paz de todas las mujeres del planeta, es poco
lo que se ha hecho por materializar sus derechos. Las habitantes del campo son
las que más sufren por la inequidad de género.
Desde 1995, con la Declaración de
Beijing, se resalta la relación entre mujer y pobreza: “la pobreza de la mujer
está directamente relacionada con la ausencia de oportunidades, de autonomía
económica, de acceso a educación, de servicios de apoyo y de recursos
económicos (incluido el crédito, la propiedad de la tierra y el derecho a la
herencia), así como con su mínima participación en el proceso de adopción de
decisiones”.
En América Latina y el Caribe,
las mujeres constituyen casi la mitad de la población en las áreas rurales y
cumplen un papel fundamental, aunque invisible, en la producción y provisión de
la seguridad y la soberanía alimentaria.
En esta tarea, han dado muestras
de disponer de grandes recursos y han desarrollado estrategias de subsistencia
para alimentar a sus hijos e hijas y a sí mismas, en las condiciones de pobreza
y extrema pobreza que prevalecen en las zonas rurales de la región. Del mismo
modo, han transmitido conocimientos ancestrales sobre los recursos
fitogenéticos, de generación en generación, y así han mantenido el cultivo de
las variedades endémicas.
Todo esto, al tiempo que son
afectadas por las consecuencias del comercio internacional, los megaproyectos
en función de la extracción de recursos minero-energéticos (o, mejor, saqueo de
bienes comunes) y el conflicto armado, en el caso colombiano.
Diversas investigaciones señalan
que todas las mujeres que están en edad de trabajar, además de las niñas y las
ancianas (que no hacen parte de la denominada población económicamente activa)
contribuyen a la actividad económica mediante su vinculación directa al mercado
de fuerza de trabajo, principalmente para la agroindustria.
Ellas participan tanto en el
mantenimiento de los huertos familiares, que proveen de alimentos a los
hogares, como en algunas de las etapas del ciclo productivo agropecuario: la
preparación de alimentos para obreros y jornaleros; la cría y levante de
animales menores; y, desde sus casas, la venta de productos, entre otras
actividades.
Sin embargo, su trabajo es invisibilizado, bien por los criterios e
instrumentos empleados para clasificar y medir las actividades económicas
productivas, o bien por la percepción que ellas mismas tienen de su trabajo.
Esto se constituye en uno de los más importantes obstáculos para la igualdad de
oportunidades de género y para que el aporte que ellas hacen a la economía sea
visibilizado, pensado y dimensionado.
Según el cuaderno del Informe de
Desarrollo Humano del 2011 “Mujeres rurales gestoras de esperanza”, del
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), las estadísticas
sobre la participación de la mujer en la agricultura son subestimadas: “El 31,3%
de las trabajadoras agrícolas son consideradas ayudantes familiares sin
salario, y las actividades que ellas realizan en la parcela, en muchas
ocasiones, no son reportadas como trabajo. Ellas desarrollan, además,
actividades en el terreno doméstico, productivo y comunitario”.
En la medida en que las mujeres
predominan en la esfera de la reproducción social, ven limitadas sus
oportunidades de acceso al trabajo remunerado y a participar en los procesos de
decisión –tanto en el ámbito público como privado–; de tal suerte que se
restringe el desarrollo de sus capacidades y, en consecuencia, se condiciona la
obtención de logros.
En los hogares, la desigualdad de
género en la distribución de los recursos, el acceso a la propiedad de la
tierra, la toma de decisiones y la asignación de tareas es más la regla que la
excepción.
Adicionalmente, es un hecho que,
en las zonas afectadas por el conflicto armado, las mujeres se han convertido
en botín de guerra y en víctimas de los diferentes actores. Según datos del
Instituto Nacional de Medicina Legal, en el año 2009 se elaboraron 287 informes
parciales por delito sexual en personas campesinas. De estos, 38 corresponden a
hombres y 249, a mujeres, lo que demuestra su situación de vulnerabilidad.
Han pasado más de diecisiete años
desde que se reconoce la situación de las mujeres rurales, y aún no hay
políticas que demuestren un interés en proporcionar bienestar a esta población.
Es hora de darles el reconocimiento y las oportunidades que se merecen.
Por: Patricia Jaramillo, Departamento de Sociología,
Coordinadora del Semillero de Investigación en Desarrollo Rural - Universidad
Nacional de Colombia
De: http://www.unperiodico.unal.edu.co/
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Otra oportunidad para reafirmar nuestro compromiso con la comunidad rural de Joaquín Suárez, donde en general es la mujer el puntal de la vida familiar, cualquiera sea la estructura del hogar. |
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